Arte y violencia en Colombia


3. arte y violencia en colombia from Javier Villamil

las imagenes se complementan con el siguiente texto:

SENTIMIENTO Y PENSAMIENTO
PATRICIA ARIZA

Tomado de  SEPARATA REVISTA NUMERO AÑO 2010 en: http://www.revistanumero.com/49/sepa2e.html  

Quienes le otorgamos al conflicto armado causas sociales y políticas, tenemos que integrar en nuestra reflexión tanto lo que hemos vivido en este conflicto como lo que pensamos en nuestra calidad de sujetos y sujetas de la política. Empiezo hablando de cómo el conflicto y el arte se han inscrito en nuestra biografía personal y colectiva.
    No existe ningún colombiano o colombiana que haya vivido a partir de la segunda mitad del siglo XX que no esté inmerso en el conflicto social y armado que vive el país, aun los que viven afuera, incluso los que lo niegan, lo evaden o lo subestiman, ya que sus efectos directos o indirectos los alcanzan dondequiera que estén. Basta ver el maltrato recurrente a los colombianos en los aeropuertos del mundo.
    Los artistas de mi generación tuvieron como bautizo la matanza de Gaitán y de trescientos mil liberales de a pie de los que nunca se habla. Estas dos prácticas, el arte y el conflicto armado, han sido tan duras como cercanas a nuestras vidas. Desde que tuve uso de razón cultural y política, fui signada por el conflicto social y armado y por la mirada que de éste hicieron tanto los políticos como los artistas. Alguna vez en la niñez, mi padre, un artesano y músico santandereano y gaitanista hasta los tuétanos, me puso a escuchar un gigantesco disco de acetato con la voz de Gaitán. Él lo escuchaba de pie, con el sombrero en las manos. Jamás olvidaré el tono trascendental y agudo de la voz de Gaitán increpando a las oligarquías.
    Un evento fundamental en mi formación fue la lectura de la novela Viento seco, de Daniel Caicedo, un texto fundacional del gran relato sobre la violencia que no termina de escribirse. Es inolvidable en esa novela la historia del perro rociado y quemado con gasolina, corriendo por las calles de Ceilán y anunciando el horror de los tiempos que vendrían y en los que estamos.
Viento seco termina con este párrafo: «Quiso mover una mano para alcanzar su revólver, pero la mano no obedeció... los llanos de Casanare, los llanos de Arauca y del Vaupés, los llanos de la libertad... de pronto oyó una voz muy clara, una voz amada que le llamaba y balbuceó con su último aliento: ¡Voy...!».
    Otro acontecimiento fue la novela de Álvaro Cepeda escrita en los años sesenta, en la que el autor narra de manera profunda, como ningún historiador lo ha hecho, desde el punto de vista de los soldados del interior del país, la masacre cometida contra los trabajadores de las Bananeras en 1928, en la que sólo pedían ocho horas de trabajo y el derecho de poder comprar en otros lugares que no fueran el comisariato de la United Fruit Company. En La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio, los soldados se preguntan lo que nos seguimos preguntando hasta el sol de hoy: ¿por qué tuvieron que matar a los huelguistas si éstos no tenían armas?
Soldado1:—No es culpa tuya, tenías que hacerlo.
Soldado2: —No, no tenía que hacerlo.
Soldado1: —Dieron la orden de disparar.
Soldado2: —Sí…
Soldado1: —Dieron la orden de disparar y tuviste que
Soldado2: —No tenía que hacerlo, no tenía que matar a un hombre que no conocía.
Soldado1: —Dieron la orden, todos dispararon, tú también tenías que disparar. No te preocupes. Soldado2: —Pude alzar el fusil, nada más, pero no disparar.
Soldado 1: —Sí, es verdad.
Soldado 2: —Pero no lo hice.
Soldado1: —Es la costumbre: dieron la orden y disparaste. Tú no tienes la culpa.
Soldado2: — ¿Quién tiene la culpa entonces?
Con la versión de Carlos José Reyes sobre este episodio inauguramos el teatro La Candelaria hace 40 años. En realidad formamos parte de la fundación de un movimiento teatral que ha dado testimonio desde la escena y desde el territorio de los tiempos del conflicto.
Recuerdo también de manera muy especial el cuadro La Violencia, de Alejandro Obregón, un gigantesco lienzo con una mujer muerta invadida de un silencio eterno. Se trata de una joven baleada, tan embarazada como asesinada.
Tiempo después el escritor Arturo Alape le daría continuidad a este relato con las formidables crónicas de la marcha de Villarrica. Ahí se generaron las motivaciones para la creación colectiva de Guadalupe años sin cuenta, escrita posteriormente en el escenario por un grupo de actores y actrices del cual hago arte y parte. Esta obra se representó durante trece años en 1.500 ocasiones. Es una obra de teatro musical donde se hacen las grandes preguntas sobre el origen del conflicto y los obstáculos para resolverlo. Hace cinco años la remonté con el grupo Rapsoda, un colectivo de jóvenes actores con el que llevamos ya 500 representaciones. La gente se nos acerca hoy —30 años después de las primeras funciones de La Candelaria— y nos dice que son formidables las adaptaciones que le hicimos en esta versión para los tiempos que corren. Lo que no saben es que no le hemos quitado una coma al texto original. Es que, por desgracia, es el país el que se ha mantenido inamovible en su tarea de superar los obstáculos para resolver el conflicto.
Podríamos decir entonces que algunos artistas, por fortuna, hemos estado habitando en este país. Digamos que en general el compromiso ha sido desigual. En el arte, al igual que en la política, sucede que el conflicto se niega o se evade.
Es demasiado reciente en la historia de Colombia la mirada de los intelectuales hacia y desde dentro del país. Es precisamente el asesinato de Gaitán y de los Gaitanistas lo que estremece de tal manera la generación que nos precede que a ellos, a Cepeda, a Caicedo, a Obregón, entre otros, les debemos la huella sobre los antecedentes y sobre el conflicto. Los intelectuales de los años cincuenta, en su mayoría, se sentían mucho más sensibilizados por lo que sucedía en Francia. Sólo después del Bogotazo un grupo importante comienza a voltear la mirada hacia dentro. Este proceso se desarrolla entre mediados de la década de los cincuenta y durante toda la década de los sesenta, época marcada por las grandes utopías sociales en Latinoamérica.
Existen algunos paradigmas de la participación de la intelectualidad en la segunda mitad del siglo pasado, como el libro La Violencia en Colombia, la fundación de la escuela sociológica de Orlando Fals Borda en la Universidad Nacional, el movimiento político del Frente Unido de Camilo Torres y el nacimiento del Nuevo Teatro Colombiano. Este compromiso con el país surge simultáneamente con el desarrollo del conflicto armado que pasa de la formación, crecimiento, entrega y traición a las guerrillas liberales de los llanos orientales, a la creación de las Farc, el ELN y el M-19 entre 1964 y 1974, y a su disyuntiva constante entre la solución violenta o la solución política en la que estamos comprometidos.
ORIGEN
El origen del conflicto armado en Colombia tiene, como decíamos, causas políticas y sociales relacionadas con la desigualdad, la exclusión, pero también con los escasos y restringidos espacios democráticos de protesta y de expresión cultural tanto en la época del Frente Nacional como de los gobiernos posteriores. Basta ver el caso o, mejor, el fracaso de la democracia restringida, que no fue capaz de evitar la masacre de un movimiento político de oposición como la Unión Patriótica, movimiento del que soy sobreviviente.
    Eso no significa que no tengamos que reconocer que el conflicto se ha degradado y que otros asuntos han ayudado a que esto suceda, como la paranoia de los gringos —para los que todo lo que se mueva distinto de sus predicciones puede calificarse de terrorista— y, por supuesto, el tráfico de drogas. El conflicto hoy despojado de sus razones y de sus soluciones políticas y se lo ha colocado entre dos polos perversos: el narcotráfico y el terrorismo.
    Durante la segunda mitad del siglo XX, el país entero vivió —vivimos— en estado permanente de excepción. Ese estado, aunque permanente, era considerado jurídicamente excepcional. Ahora ese es el estado «normal» de la vida ciudadana de los colombianos. Ya ni siquiera tiene carácter de excepcional, ya que el gobierno de Álvaro Uribe ha venido reformando peligrosamente la Constitución del 91 en favor de normalizar la barbarie.
Ese estado atípico acostumbró al país a vivir en una especie de democracia restringida, de tal manera que podríamos decir que la tan anhelada modernización se ha producido en Colombia tan lejos de la democracia y tan cerca del conflicto. Parece increíble que, por ejemplo, mientras en los países nórdicos algunos de las luchas cívicas actuales son, por ejemplo, para que los hombres ganen también, como las madres, el derecho al primer año de licencia remunerada, aquí, mientras tanto, estemos defendiendo el derecho a la vida y a la supervivencia. Porque nos toca. Estamos como en el siglo XIX, defendiendo los derechos humanos de primera generación porque no los tenemos. No tenemos garantizado el derecho a la vida, que debía ser el más sagrado de los derechos humanos. Y el derecho a la libertad de expresión es una especie de «gracioso donativo» de algunos medios para unos cuantos intelectuales, varios de los cuales parecen no vivir en este país ni en este tiempo.
Por todo eso tenemos ahora como prioridad política la defensa del Estado social de derecho. Lo ideal para los artistas debería ser salir a las calles a defender el derecho a la creatividad como un derecho social y cultural fundamental de nuestro tiempo.
 A pesar del conflicto, Colombia se ha convertido en uno de los centros importantes de la moda, la farándula y la cultura del entretenimiento. En ocasiones parece como si no sucediera nada. Somos sede de eventos considerados los más grandes y costosos del mundo. Es como si existieran dos países: uno real, donde habitan cerca del 60% de colombianos y colombianas con menos de $4.200 al día y once millones en la indigencia con menos de $2.100 y tres millones de desplazados internos. Y otro, en el que se venden apartamentos de US$2.000 el metro cuadrado y zapatos de ¡$2 millones!
    Como han sido tantos los años del conflicto o de tropel, este país se ha ido por desgracia acostumbrando a vivir o, mejor, a sobrevivir, en medio del conflicto armado: los contrabandistas de armas se nutren de él, los políticos de la derecha lo demonizan y lo aprovechan para militarizar y paramilitarizar más la vida cotidiana, y los narcos de Estados Unidos y de Colombia aprovechan el desorden para exportar y distribuir más droga y cubrir con el manto del antiterrorismo la represión a toda protesta social.
    En medio de este desorden, los señores de la banca, los Sarmientos Angulos y los Julios Marios Santodomingos, dueños del capital, multiplican sus fortunas. Pasaron de US$1.500 millones a US$3.000, abriendo más la brecha entre ricos y pobres. En la desigualdad, ocupamos uno de los lugares más destacados del mundo.
    En fin, ahí ha estado todo el tiempo la violencia de la mano de la exclusión, con su cara de perro incendiado chillando en la noche. Pero también, como diría García Márquez, hemos estado los artistas muchas veces, antes de que llegaran los historiadores, haciendo el relato del conflicto desde la Colombia profunda, invisibilizada y excluida.

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