5. la violencia revolucionaria from Javier Villamil
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ENTRE EL COLOR Y EL TERROR
Profesor Honorario. Universidad Nacional de Colombia
La
crueldad de la guerra ha alcanzado en Colombia niveles electrizantes. Todo se
torna sonámbulo frente a esos humildes municipios con sus viejas casas, calles
y habitantes vencidos por el ingenio de algunas armas que en nada se parecen a
las que la ciencia inventó para que Europa se destruyera en dos guerras
mundiales o a las desarrolladas por Estados Unidos para soñar con ser los
patrones del mundo. Mutilamos aquella puerta y este muro. Mutilamos las flores
y las plantas del jardín en donde la única explosión era la de todos los
aromas. Herimos las hojas y los tallos del clavel y la yerbabuena o ese árbol que
daba sombra. Volvemos cada cosa polvo y desconsuelo gracias a los instrumentos
de terror. Al final caravanas de gentes humildes se van sobre los caminos como
si fueran un río de incertidumbres. Niños, hombres y mujeres deambulan buscando
un refugio en centros urbanos mayores. Hay más de dos millones de refugiados en
los últimos cuatro años como resultado de un conflicto que no pasa indiferente
a la literatura, al arte, la ciencia y la historia.
Estos
acontecimientos sintetizados en diversas manifestaciones, entre otras la
pintura, son más que el objeto visualizado o narrado. Unos cuadros están llenos
de silencio y otros de terror de tal manera que cualquier ser humano reconoce
rápidamente la fuerza expresiva de una tragedia múltiple vivida bajo el lenguaje
del color, la forma y los símbolos. Fernando Botero ha dicho que sus obras son
hechos de la historia nacional. Acontecimientos que a fuerza de repetirse han
terminado por ser una parte de la historia. Hechos absurdos y desafiantes de la
condición humana y por ello registrados por el lenguaje de las artes plásticas,
la escultura, la literatura y la música. Los colores expresan lo que sentimos
cuando la frustración nos invade frente a la injusticia de una guerra que
mutila piernas, brazos, ojos y lanza al éxodo a miles de niños, jóvenes y
familias enteras víctimas de sueños enfermizos y prácticas sicóticas.
Nadie
podrá suponer que estas obras sean meros homenajes a los diversos actores de
nuestra vida colombiana, sino más bien la visualización de los graves períodos
de la historia nacional. Períodos que podrán ser comprendidos más rápidamente
por un mundo que venera más la imagen que la larga descripción de una masacre.
Al contrario de aquel cuadro que sirve a los historiadores para conocer el modo
como el sistema colonial afirmaba y jerarquizaba sus prejuicios y contribuía a
proyectar las relaciones de dominación, este arte colombiano es la fuerza
estética del dolor y de la tragedia de una sociedad que no ha podido encontrar
los caminos de la democracia y la convivencia.
Para
confirmar lo anterior, en medio del silencio, repasando las últimas imágenes de
la destrucción en los municipios de Roncesvalles, Alpujarra, Colombia,
Vegalarga y otros más, llegan hasta la mitad de nuestra desazón los colores, la
luz, la ironía y la severidad de seis pinturas de Fernando Botero sobre las
desgracias de los últimos cincuenta años. En ellas no valoramos su estética
sino los gestos de solidaridad con un dolor tan repetido que ha terminado por
volverse color y forma : “Lo sentí y lo hice”, ha dicho el pintor al
querer explicar la razón de uno de sus cuadros. No se trata de reducir la obra
de los artistas a las determinaciones y circunstancias de la historia pues la
estética dará cuenta de la poética de sus formas. Es evidente que factores
heterogéneos confluyen en una obra de arte y lo que hacemos aquí es mirar solo
un aspecto, el del contexto social que ha hecho posible estos cuadros llenos de
ironía, esperanzas y violencia. Cuadros que remiten a la regionalización del
conflicto, a la idea fragmentada de nación, a la instrumentalización de las
clases subalternas y a la construcción simbólica de la igualdad de los derechos
ciudadanos.
El
sufrimiento de los colombianos es tan inmenso que apenas hay espacio para
morder el desastre, para dejar que todas las pesadillas se vuelvan luz de
una verdad que parece no tener fin : la violencia. Este lenguaje de
luz, forma y color invita a los historiadores del Arte a extender su mirada
allí en donde no es posible ser ajeno a la condición humana. La responsabilidad
de la estética como crítica tiene que llegar a donde el ser humano es víctima
del exterminio y la sinrazón.
Fernando
Botero ha hecho un recorrido por la historia nacional de los últimos tiempos en
seis pinturas que resumen no solo los años trágicos vividos por Colombia sino
esos círculos de esperanzas, ilusiones y frustraciones que muchos pusieron en
marcha después de la segunda guerra mundial y que concluyeron con la gran
frustración romántica de una revolución social en América Latina. Una de ellas
titulada “Guerrilla de Eliseo Velásquez” afronta la violencia de los años de
1950 en Colombia.
Se
trata de las fuerzas irregulares de Eliseo Velásquez, un campesino como muchos
otros que huyeron de la saña del Estado empeñado en destruir todo vestigio de
oposición. El cuadro parece más una reunión ingenua de cazadores. No hay
agresión en sus rostros sino cierta placidez en medio de la montaña. Los baúles
simbolizan un viaje, un trasteo, un abandono, una emigración. El hombre
inclinado ante un bulto devela la escritura de un movimiento propio de la
arriería del café. La pintura hace recordar que el conflicto que vivimos en la
actualidad tuvo un origen, unos actores, unos responsables, y esos campesinos
que disfrutan la riqueza natural del ambiente no lo fueron. Fue la decisión del
gobierno de Laureano Gómez (1950-3) de convertir sus hogares y sus campos en
centros de masacres, y a los 300 o 500 mil muertos en semilla de odios y
retaliaciones posteriores. El cuadro recoge la imagen romántica de las
guerrillas colombianas de 1950. Campesinos que lucharon para defender sus
patrimonios y sus vidas asaltados por fuerzas de “chulavitas” aupadas por el
gobierno central y local. Ninguna persona normal dejó de ser solidaria con
estos insurgentes. La obra es una fotografía del éxodo hacia frentes de
resistencia que llegaron a tener más de 20 mil hombres en armas.
Muy
distinta es la representación del conflicto actual. El retrato de “Manuel
Marulanda, Tirofijo”, remite a otra confrontación que no es propia de los
campesinos sino de un hombre, un poco sombrío cuyo uniforme, arma y
cantoneras en nada se diferencian de la de cualquier combatiente de una guerra
moderna. En la pintura no hay solidaridad con la aventura solitaria de alguien
involucrado en la destrucción del bosque y en el desbordamiento de una causa
simbolizada en ese rojo que cae sobre el hombro. Este guerrillero es heredero
de aquellos viejos combatientes que llevaron a sus trincheras sus patrimonios
culturales y sus gestos heroicos los cuales se perdieron en el tiempo para que
otros hombres continuaran una insurrección cada vez más alejada de proyectos
políticos y compromisos sociales. Una lucha que ha abandonado los símbolos de
la utopía y ha querido hacer de la fuerza un mecanismo de movilización.
El
personaje solitario ironiza el destino de una nación que ha dependido y depende
de la vida de un campesino armado sofisticadamente para desafiar al Estado. La
pintura está llena de soledad y esconde las contradicciones del sistema
político colombiano que no ha podido resolver las razones de una confrontación
casi secular. Es la paradoja de un hombre cuya lucha hace más impotentes y
confusos a quienes han tenido la responsabilidad histórica de guiar el destino
de la nación.
Los
dos cuadros resumen los extremos del conflicto armado en Colombia (1946-2002).
La observación cuidadosa de “Guerrilla de Eliseo Velásquez” y “Manuel
Marulanda, Tirofijo”, permiten contextualizar dos formas de insurrección
campesina en Colombia : la de 1950 y la del 2000. En ellos las
armas, las miradas, los ambientes establecen diferencias en la violencia
colombiana. En el primero el levantamiento es un éxodo, una emigración, en el
segundo, una causa que depende de las armas.
Creemos
que Botero ha querido pintar, no sólo los extremos de un largo camino sino su
recorrido, aquello que los colombianos hemos andado entre 1946 y el año 2000.
Lo que sucedió entre los tiempos de Eliseo Velázquez, Guadalupe Salcedo,
Dionisio Pinto, Pedro Pinzón y miles de combatientes anónimos y los tiempos en
que el exterminio y la negación del otro prevalecen sobre la política y sobre
la perspectiva de una paz con concesiones mutuas. Es como si hubiéramos vuelto
al principio, cuando en 1950 el Estado hizo prevalecer el terror contra gentes
inocentes. Sólo que ahora el éxodo no tiene como destino final la resistencia
sino que es el comienzo de un proceso de descomposición social: zonas
marginales de refugio, desocupación, economía informal, sistemas de
delincuencia, prostitución y pérdida de autoestima. Los extremos han tenido
continuidad, por ello el pintor visualiza el ciclo corto, aquellos períodos de
conflictos que politólogos, sociólogos e historiadores han llamado las
“violencias” y las autoridades “guerras”: de las esmeraldas, contra el
narcotráfico, contra las drogas y contra la delincuencia. Botero recrea en
imágenes las más duras y tenebrosas formaciones armadas que alentaron la
historia de Colombia en la segunda mitad del siglo XX. En este período el
país ha vivido no solo unas guerras campesinas sino otros conflictos anudados
en el mundo urbano y semi-urbano : las llamadas guerra de las
esmeraldas de 1960 y 70, la guerra de los narcotraficantes de los años de 1980
y 90 y entre estas manifestaciones criminales, el desarrollo de otra violencia
de origen diverso y que se conoce como las masacres de gentes inocentes. Botero
ha completado este universo macabro de la vida cotidiana de los colombianos con
otros cuadros sobre la tortura, un recurso al que acuden los Estados para
defender los intereses de grupos en el poder y los de los sistemas financieros
y políticos internacionales. Un modo de castigar al que no ha sido ajeno el mundo
de la insurgencia.
En
los “Esmeralderos” un río corre por entre las montañas secas, de unos
Andes sobrios y terrosos como si en ellos no hubiera vida. Del río sucio que
baja de estas singulares montañas, los hombres sacan pequeñas esmeraldas, cuyo
color se insinúa en la gorra y el pañuelo de los mineros. Uno de ellos mira una
piedra fina contra el cielo, buscándole su pureza. El cuadro nada tendría de
extraordinario si no fuera por los colores grises y los buitres que recubren el
trabajo de extraer piedras preciosas y rememoran a los centenares de muertos
que bajaban por los ríos para desaparecer en sus aguas o ciénagas o aparecer
entre sus piedras o en las arenas de sus orillas. Es la muerte que se apoderó
de la vida de quienes se dedicaron a esta actividad.
Las
zonas esmeralderas fueron refugio de muchos cuadros de sicarios o “pájaros” del
régimen laureanista y conservador. Desde este punto de vista la región y la
actividad tienen que ver con las formas del desplazamiento en Colombia. Con
estos grupos llegaron otras gentes, trabajadores como estos mineros a quienes
les vigila la muerte. Asi, esta no fue zona de resistencia civil sino que
sirvió de nido a matones de regímenes pasados que se mezclaron con gentes
humildes. El poder económico y criminal de los empresarios de las esmeraldas se
extendió a otras regiones de Colombia convirtiendo esa actividad en una empresa
de miedo. La ilusión de estos mineros está limitada por esos grises y las aves
símbolo de la muerte.
Es
preciso conocer la historia nacional para comprender mejor el sentido de estas
maravillosas pintura Botero ha recogido con agudeza e inteligencia el drama del
narcotráfico y el terrorismo. El primero lo representa “La muerte de Pablo
Escobar”, un hombre exitoso no solo en sus empresas sino en servir a los
miembros de la iglesia, la política, la banca, los medios de comunicación y a
los humildes. Un bandido social, un benefactor traicionado por los de arriba y
admirado por los de abajo.
El
cuadro es fantasmal. El héroe, odiado por unos y venerado por otros, se revela
como un ángel que huye, en medio de las balas, sobre los tejados de la ciudad
de Medellín. Su figura y su vida han copado el paisaje urbano y rural. A pesar
de su muerte el benefactor o el bandido, el arcángel dubitativo, sigue ahí
sobre la ciudad velando la vida y los silencios de sus habitantes.
Entre
tanto “carrobomba”, resume no sólo el efecto de los explosivos colocados
dentro de un automotor, sino el modo como los narcotraficantes reaccionaron
ante la traición de la clase política que pactó, primero un sometimiento a la
justicia, para luego ser extraditados y verse expuestos a leyes que impusieron
los Estados Unidos. Es interesante notar que el cuadro muestra la destrucción
material de la explosión. Entre piedras, puertas, paredes y casas caídas se
mete el silencio de una sociedad que se esconde y huye como si esto no fuera
con ella.
Pero
lo que se oculta es el desafío frente a los nuevos alineamientos de unos y
otros, políticos y sus exaliados los traficantes de drogas. Y en esta, como en
cada guerra que inventa el Estado la destrucción y el dolor lo sufre la
sociedad y la nación que han sido y siguen siendo invisibles.
El
cuadro “Masacre de Mejor Esquina” expresa el terror frente a la muerte. Lo que
conmueve es la impotencia de las gentes acorraladas ante la sombra de unas
armas de fuego y un machete que apenas revela el crimen en una mancha roja. No
hay realismo vulgar hay estética del dolor, del espasmo, del temor irremediable
y de las cosas elementales de la fiesta arruinadas entre las gentes que nada
pueden hacer para impedir el desastre. Aunque “Masacre de Mejor Esquina”
muestra la brutalidad de un conflicto, responde a un hecho concreto.
El
número 310 de la Revista Semana de Abril de 1988 destacaba en su
portada : “Masacre. Con los 36
campesinos asesinados en Mejor Esquina, el país se enfrenta a la más siniestra
modalidad de violencia”. En su interior el periodista describía los hechos
así : “Los diez hombres entraron armados hasta los dientes y
disparando de una. Durante unos segundos, la borrachera colectiva, la música de
la papayera y el bailoteo frenético, impidieron que los asistentes al fandango
de Domingo de Pascua, se percataran de lo que estaba sucediendo. Pero las
ráfagas de metralla contra el techo y la pared ahogaron el ruido, la música y
hasta el guayabo. Y un silencio sepulcral llenó el ambiente. “Al suelo … y
no nos miren la cara”, gritó uno de los pistoleros. No alcanzaron a
cumplir la orden cuando las balas hicieron caer a los primeros. En medio de la
histeria general todo el mundo se botó al suelo. Un muchacho, descontrolado por
el pánico, se movió y una bala certera le atravesó la cabeza. Esto precipitó
que algunos de los que estaban tendidos trataran de levantarse. Corrieron la
misma suerte. A partir de ese momento se combinaban en un ambiente dantesco los
llantos de los campesinos con las carcajadas de los pistoleros. “Le da
usted o le doy yo” se gritaban unos a otros, cediéndose “caballerosamente”
el turno de disparar. Doce minutos después, 36 campesinos del caserío Mejor
Esquina del municipio de Buenavista, Córdoba, habían sido acribillados. La
selección de las víctimas fue totalmente arbitraria e incluyó a una mujer y un
niño. Ni siquiera un burro, que estaba al frente de la casa, se salvó. En menos
de un cuarto de hora el caserío de 300 habitantes había perdido cerca del 15%
de su población”
Este
relato frío y escueto venía acompañado de un dibujo que visualizaba la matanza.
La revista informaba que entre 1983 y 1988 habían ocurrido 17 masacres que
habían dejado 532 muertos. Los responsables eran todos los actores armados. El
entorno de violencia en Colombia era escabroso, doloroso y con seguridad el
pintor conmovido por el relato de lo ocurrido en Mejor Esquina, y por el
escenario de muerte en que se había convertido Colombia, tuvo que hablar con
las formas y el color. El cuadro no solo es un testimonio sino una denuncia
sobre la crueldad y la brutalidad que abraza a la sociedad
colombiana. “Mejor Esquina” como símbolo de la tragedia nacional es
proporcionalmente similar a lo que representó Guernica en la Guerra Civil
Española o a los fusilados de Goya de comienzos del siglo XIX. Solo
que aquí los invasores son nuestros propios compatriotas.
Estos
cuadros sobre la Violencia son la imagen visual de medio siglo de traumas. Y
Botero no ha sido el único en afrontar la barbarie en sus diversas modalidades
durante la segunda mitad del siglo XX. Otros artistas también las han
visualizado. La muestra sobre Arte y Violencia que realizó el Museo
de Arte Moderno de Bogotá en 1999, llamaba la atención sobre la responsabilidad
moral de los más relevantes artistas colombianos que fueron dejando testimonio
de acontecimientos políticos que agitaron la vida nacional. Así como Botero
opta por el ciclo de 50 años otros pintores apostaron por la coyuntura o el
ciclo corto y aún por el acontecimiento. Es posible seguir en múltiples obras
los momentos más difíciles de la violencia colombiana desde el 9 de abril de
1948 a la guerra de hoy. Es decir que el conjunto de estas obras se
enriquece con una tradición que no nace únicamente del contexto social sino del
contexto cultural y moral de la nación.
Bastarán
algunos ejemplos : “El Tranvía” de Enrique Grau muestra los dientes
de la insurrección del 9 de abril de 1948 cuando el asesinato del líder popular
Jorge Eliécer Gaitán dio comienzo a la violencia colombiana.
La
obra simboliza las llamas que luego envolverían a miles de ranchos campesinos
en las zonas rurales de Colombia. Por ejemplo, en el municipio de Anserma,
según denunciaba el 14 de octubre de 1952 el ciudadano Jesús Arango Duque, se
enseñoreó “la más desenfrenada violencia, por espacio de más de dos años y
donde se destruyeron más de 1.000 habitaciones campesinas”. Se afirma que entre
1948 y 1953 hubo en Colombia 144.548 muertes violentas.
“El
Cementerio de la Chusma” de Débora Arango realizado en 1950 simboliza el terror
causado por los perros que creó el laureanismo para exterminar todo aquello que
tuviera visos de rojo y protestante. El escenario de un cementerio es la
síntesis de un período oscuro y tenebroso de la historia de Colombia de estos
años. La “chusma” hace referencia a grupos de asaltantes que iban por los
caminos rurales incendiando y masacrando.
Las
razones y los mecanismos de estos crímenes los expone el 22 de agosto de 1952,
un ciudadano corriente, don José Celestino Lara quien relata a la Comisión de
Estudios Constitucionales del Congreso, lo que ocurría en el municipio de
Pacho, como en muchas partes del país :
“A Mercedes Ramos un sábado por haber traído
unos vecinos de su vereda, El Carbón, y haberse presentado con ellos a la
Registraduría para que los cedularan, esa noche mandaron de aquí [de Pacho] una
comisión de bandidos y estando acostada en su cama forzaron la puerta de su
casa y la asesinaron…Un día de ánimas había en la puerta del Cementerio los
chicharrones de cuatro cadáveres traídos de la vereda de El Palmar, esto
después de que robaron, hicieron uso de las mujeres, asesinaron y prendieron
candela a las casas ; en este año en los alrededores de Tudela y
Muzo fueron asesinados vecinos de este Municipio dejándolos hechos picadillos,
cortándoles la cabeza y hasta castrándolos …”.
Quienes
hacían esto eran llamados “chusmeros” grupos de gentes apoyadas por las
autoridades municipales y por el partido en el gobierno. Fueron ellos quienes
empujaron al campesinado a crear frentes de resistencia. Las gentes caminaban
abandonando sus hogares. El espectáculo doloroso del éxodo lo resume en “La
Huída” el escultor Hugo Martínez.
Representa
la soledad de una madre con su hijo en brazos que marcha sostenida en los
volúmenes de sus pisadas inciertas. Miles de familias iban y venían por los
caminos del Tolima y de otras regiones de Colombia buscando un refugio. Tal es
la tradición que le permite a Botero pintar “La Guerrilla de Eliseo Velásquez”
en los años ochenta. Una especie de continuidad de un sueño romántico de
libertad encarnado siempre en estos hombres que desafían las injusticias del
Estado.
El
cuadro “Guerrillero” de Jorge Elías Triana, pintado en 1967, dejaba atrás
tiempos oscuros para mirar sobre el horizonte la luz de otra esperanza. Estos
eran años del surgimiento de nuevas guerrillas no sólo en Colombia sino en
América Latina, estimuladas por la revolución Cubana, la aventura del Ché
Guevara y los radicalismos del pensamiento europeo y mundial, empeñados todos
en construir un mundo de bienestar a costa del capital. El “Guerrillero” de
Triana es una evocación de Guadalupe Salcedo y de los guerrilleros de los años
de 1950 que renacían a mediados de los 60.
Pero
entre tanto sueño e idealismo las fuerzas oscuras de la violencia actuaban con
firmeza violando todo derecho. “La cosecha de los violentos” de Alfonso Quijano
de 1968 visualizaba un modo de actuar contra los inocentes que querían cultivar
sobre la esterilidad de un medio que apenas era apto para producir la muerte.
El espectáculo de este cuadro se vivía en muchas aldeas de Colombia, masacres
que no cesan y que en esta pintura, como en las de Botero, contienen la luz del
rechazo y la protesta.
Y
así muchos artistas fueron marcando la impronta del horror que ha vivido la
sociedad colombiana. Basta recordar a Alejandro Obregón autor de una serie de
cuadros sobre la Violencia, a Carlos Correa o a Alipio Jaramillo que
insistieron, desde su sufrimiento, sobre diversos tópicos de la violencia. Al
finalizar el siglo los jóvenes y los mayores siguen depurando el modo de ver el
desastre. “El último en su especie” de Germán Londoño expresa la violencia casi
como un sueño surrealista. Los seres humanos se han convertido en animales
cuyas heridas no sangran y la bestia no muere. La forma identifica la frialdad
y la monstruosidad de vivir fragmentados y heridos.
Entre
la abstracción y el color se funda la crítica a un drama expresado con ironía y
belleza. En “Dolores”, Beatriz González llena la muerte de colores. El
silencioso lamento se congestiona de rostros para hundir su pena en un coro de
imágenes. La muerte atropella, como si la fuerza que resguarda la luminosidad
de la tragedia fuese un fetiche más que llega a soportar la vida.
Con
la gesta diabólica de la destrucción perdemos cada vez más estos Andes que
todos amamos y quisiéramos compartir con los tiples, leyendas e ingenuidades de
otros tiempos. Soñemos que muy pronto los pintores encuentren en la historia de
Colombia no su impotencia sino la alegría de la vida y de la paz.
Por
fortuna la obra de Botero y de otros artistas ayudará a ver entre la luz, el
color, la forma y el volumen, la poesía trágica de lo que vivió la sociedad
colombiana de la segunda mitad del siglo XX. Los historiadores e
investigadores en general comprenderán lo que muchos artistas sintieron y
expresaron ante la muerte y los ruidosos pasos de la huída de millones de seres
que abrumaron la vida de nuestras gentes y de otros ciudadanos del mundo. Y
entre todos sabrán que la luz y el color son los pasos de
una sociedad que huye hacía sí misma.
Referencia
electrónica
Hermes Tovar Pinzón , « Entre el color
y el terror », Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers
ALHIM , 6 | 2003 , [En línea], Puesto en línea el 21 mars 2006.
URL : http://alhim.revues.org/index768.html. consultado el 27 septembre
2011.
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